sábado, 14 de junio de 2008

Los números de Ana

Todos dicen que Ana está loca. Menos Ana. Todos piensan que perdió el juicio. Menos Ana. Ella dice que la normal es ella y que quienes están locos y han perdido el juicio son ellos. Es decir, los que no son como Ana.
A Ana le gustan las matemáticas. Sueña con los números, se apasiona con los digitos, tiene más de 50 libros sobre matemáticas en su casa, un póster de un famoso matemático inglés en la pared de su cuarto, 9 calculadoras y muchas hojas de cálculo. Ana tiene 10 años y algunos minutos de vida. Es fácil saber su edad porque Ana, al final de cada jornada, escribe en un pequeño diario las horas que ha acumulado durante ese día, así que a Ana no sólo le gustan las matemáticas, sino también la precisión. Cada cierto tiempo, cuando camina o recorre las calles en bicicleta, se detiene para apuntar y hacer cáculos, lo que le permite actualizar su edad varias veces a lo largo del día. Le gusta sumar, restar, multiplicar, dividir. Pero lo que más le gusta es encontrar la respuesta a sus pequeñas ecuaciones, a los acertijos numéricos que a diario se inventa.
La libreta donde escribe todo es pequeña. Mide 3 por 4 centímetros y no pesa más de 30 gramos. Estas especificiaciones ella mismas las escribió en la portada de la libreta dos días después de que la compró, después de que la midió y la pesó en la báscula que su mamá compró para ver cuántos kilos había bajado después de la´ultima dieta.
“Ella se pesa casi diario, cuida las calorias de lo que come, suma y resta cifras, se mide la panza, la cantidad de grasa acumulada, corre tantos minutos, lo hace con un cronómetro en la mano. Ella tampoco está loca“, dijo Ana un día.
La libreta le costó 5 pesos. La compró en la papelería, la papelería en la que trabaja una chica que tiene una calculadora y una caja registradora junto a ella. “Es de las mías“, se enorgullece Ana.
Para burlarse de sus amigos la nombró “La libreta de la loca Ana“.
La libreta de la loca Ana está guardada con llave en un cajón del cuarto donde duerme.
Por las noches, después de leer, ver la televisión y hacer cálculos sobre cuántos mintuos vio y también cuántos programas, guarda el cuadernillo siempre debajo de la alhomahada cuando se duerme por temor a perderlo.
Su almohada es ligera. No pesa más de 40 gramos y mide 20 por 30 centímetros de ancho y largo. Ana anotó eso también en las primeras páginas.
No crean, Ana es astuta. Es muy astuta.
Ella lo sabe. Un día un reportero de televisión se enteró de su caso. La entrevistó. Le preguntó el por qué de su simpático y extraño interés por los números. En su respuesta había pocas palabras, pero muchos números. Ana, frente a la cámara, sacó una calculadora, hizo un ecuación matemática y justificó, con cifras, el por qué de su actuación.
En un dos por tres, todos vieron cómo su cara se transformó, se quedó pasmado, su boca hizo un gran Cero, se quedó de a cinco, la boca se le torció y fue entonces cuando le cayó el 20.

El Concurso

Ayer fui a un concurso de gritones organizado por el pueblo.
Una persona en el ayuntamiento pensó que podría ser interesante conocer al personaje con el pulmón y las cuerdas vocales más potentes. Así que ahí estaba, sentado, esperando que comenzaran las eliminatorias.
El primero en subir al escenario fue un señor requete gordo. Pesaba no sé cuántos kilos, iba acompañado de su esposa, una mujer flaquita que le dio una palmadita en el hombro mientras un miembro de la organización anunciaba su nombre a toda la gente.
Serio, muy serio, el señor dijo que se llamaba Joaquín. Después apretó el pecho con la mano derecha y gritó tan fuerte que hizo volar las gorras de los que estaban sentados en la primera fila.
Un aparato electrónico, situado en el escenario, mostró los decibelios. Yo no sé nada de esto, pero parece que lo hizo bien porque todos gritaron de emoción o de susto, vaya uno a saber.
Una señora muy alta y risueña, vestida de negro, fue la siguiente en subir. La gente, preparada, se había puesto ya los protectores para los oídos que nos dieron en la entrada.
- ¡Ahhhhhhhhhhhggggggggggggggrrrrrrrrr!
Ese no había sido un grito, había sido un verdadero aullido. Todos vimos cómo su cara se transformó mientras gritaba y fuimos capaces de ver hasta lo más profundo de su garganta.
Fue un buen grito, dijeron todos, pero no mejor que el anterior.
El desfile continuó por horas y horas. Subieron a un niño, a una bebé que no paró de llorar, a un viejo que apenas podía caminar, al vendedor de frutas del mercado.
Eliminaron a los más débiles y quedaron los mejores. Todos en el pueblo quisieron probar suerte. Algunos que presenciaron la competencia se retiraron porque los gritos habían dañado sus oídos y varias ventanas de los vecinos se habían roto.
Ya por la tarde, los padres de un niño habían escuchado hablar del concurso y decidieron llevarlo a la fuerza minutos antes de darse a conocer el ganador.
Yo vi la escena a lo lejos: el hijo furioso por haberlo sacado mientras veía la tele forcejeaba con los papás.
Cerca del escenario, su enfado se tradujo en un grito sonoro que hizo retroceder a los dos y consiguió mover los cachetes del señor gordo, despeinar a la señora del vestido negro, despertar al viejito que dormía ajeno a todo, silenciar a la bebé y provocar que mucha gente buscara refugio asustada.
En ese momento el jurado supo que tenía al ganador.

La Pluma

Todo comenzó con la pluma negra que le regalaron en su cumpleaños. Era bonita, se le podía cambiar la tinta, se la dieron para dibujar y hacer la tarea. Venía en un estuche también negro, junto a una libreta y un moño rojo.
Pero rápido Juan perdió la cordura. Ignoró la libreta, sacó la pluma y comenzó a escribir sobre cualquier superficie, rugosa, lisa, grande, pequeña, daba igual.
Lo primero que hizo fue llenar las paredes de su habitación con frases incongruentes, luego pasó a las sábanas blancas de la cama, continuó con el piso de su habitación. Escribió sobre la televisión, el DVD y la mesa. Cuando sus padres se habían dado cuenta de que la nueva afición iba en serio era muy tarde: su cuarto y la piel del perro chihuahua parecían un bloc de notas.
El siguiente paso parecía obvio: como si tratará su piel como hoja de papel se rayó todo el cuerpo, se inventó algunas historias. Escribía también en los azulejos de la regadera cuando su mamá lo bañaba y los platos mientras comía.
Cuando iba a clases escribía en el asfalto durante el camino de ida. Y también hacía lo mismo de vuelta.
Sus padres no sabían qué hacer con él porque no paraban de limpiar y limpiar. Un día lo llevaron con el psicólogo, pero antes de abordar el tema, el diván en el que se sentaba había sido rayado al igual que las gafas y los diplomas colgados en las paredes.
En la escuela sucedió más o menos lo mismo, no atendía a la maestra y prefería escribir encima de las plantas que diseccionaba en las clases de biología, sobre las reglas durante geometría, la calculadora en matemáticas y el tubo de ensayo en química.
La broma terminó cuando sus padres decidieron seguirle el juego usando plumas de otros colores. Escribieron en su habitación, en su cama, su televisión, sobre sus camisetas favoritas y hasta en la pluma que le habían regalado dejaron la frase “Esta pluma no se toca“.
Mientras dormía, le dibujaron bigotes, barba y unas gafas grandes y negras y le dejaron en la mesa una computadora y una nueva libreta para que continuara las historias.
Al día siguiente, cuando Juan se vio frente al espejo, se río de sí mismo. Se limpió la cara, se borró las frases que se había escrito en la mano y tomó la libreta para continuar.

El Hombre que habla con los bichos

El día que todos los bichos de la gran ciudad decidieron rebelarse contra los humanos el mundo se enteró que había un hombre capaz de hablar con ellos.
Un hombre que no se sentía nada especial, que lo único de lo que podía presumir era de tener un don que adquirió cuando era niño.
La gente supo que existía en un momento de emergencia para la ciudad porque los bichos ya habían obligado a los habitantes a salir de sus casas y departamentos.

- Yo les digo que se tranquilicen. Todos tranquilos, que se irán-, dijo el hombre que hablaba con los bichos frente a las cámaras de televisión.

El gobernador le había encomendado la tarea de platicar con ellos y negociar.
Al día siguiente el hombre que habla con los bichos salió a la calle, coloco las gafas negras en su lugar, sacó el maletín rojo, la grabadora de voz para registrar las conversaciones, una pluma y una libreta donde haría anotaciones.
El hombre que habla con los bichos reunió en un parque a los líderes para negociar: una araña, dos moscas, un mosquito parlanchín y una cucharacha. La expectación fue máxima.
El hombre puso el maletín en el suelo, sacó de él la grabadora y un micrófono pequeño, diminuto, especial para bichos.
La plática comenzó tensa. Los insectos no querían dejar las casas porque decía que vivían más cómodos que antes. La araña dirigió la charla.

- Parece que nadie los quiere ahí dentro.
- Nos quieren pero no se dan cuenta
- A mí me dijeron lo contrario
- Nos necesitan, pero no nos respetan
- ¿Cómo?
- Utilizan insecticidas sin nuestro consentimiento
- Obvio
- ¿Cómo que obvio?
- De qué manera podrían enterarse que a ustedes no les gustan los insecticidas, si no pueden hablar con ellos. Además usan insecticidas porque los quieren lejos.
- No es verdad.
- Sí que lo es, ensucian mucho, dan asco.

La plática duró tres días. Durante ese tiempo los bichos se fueron relajando. La charla pasó de un tema a otro, hablaron de futbol, cine y música. En más de un momento, los bichos se olvidaron de los problemas con los humanos. Contaron chistes sobre humanos y también sobre insectos, tan buenos que todos se morían de la risa.

- Nos caes bien humano. Los dejaremos en paz. Pero sólo si nos hacen reír tanto como tú lo has hecho. Es que a veces son tan aburridos.
- Sí. Somos aburridos.

El hombre que habla con los bichos difundió el mensaje de los insectos y se creó una ley para que cada vez que alguien se encontrara a uno de estos animales rondando dentro de su casa, en lugar de matarlo, le contara un chiste.