miércoles, 2 de julio de 2008

El hombre que no sabía nada

El hombre que no sabía nada vivía en lo más alto de un monte, entre árboles y un río, muy lejos de la ciudad.
La gente conocía de su existencia porque cada seis meses lo veían bajar del monte al pueblo para hacer cosas comunes como comprar la comida o pasear a su perro.
El Hombre que no sabía Nada era callado, vestía siempre con colores oscuros y usaba un anticuado sombrero rojo. Los pocos que se acercaban a platicar con él decían que era el hombre que menos cosas conocía del mundo y de sí mismo. Lo notaban en sus rápidas y secas respuestas:

- ¿En dónde naciste?
- No sé.
- ¿Cuántos años tienes?
- No sé.
- Te gusta estar callado.
- No. Sí. La verdad es que no sé.
- ¿Sabes por qué el cielo es azul?
- No.
- ¿Sabes por qué existe el día y la noche?
- No.
- ¿Cuánto es dos más dos?
- Lo desconozco.
- ¿Y el nombre del pueblo?
- No.
- ¿Sabes sumar, restar, multiplicar o dividir?
- No.
- ¿El alfabeto?
- Tampoco.


A la gente le parecía inexplicable que existiera una persona en el mundo que no supiera nada de nada, que fuera incluso incapaz de decir su nombre, definir el color de la ropa que vestía, nombrar una parte de su cuerpo o de cualquier cosa que veía.
La gente lo compadecía y muchas veces le regalaba libros, mapas, diccionarios.

- Pobrecito, qué ignorante es. Seguramente es muy infeliz-, decían.

Lo que ignoraban era que el Hombre que No Sabía Nada se sentía el más afortunado de todos. Cada día aprendía una cosa nueva. Entre menos sabía, mejor para él. El día más feliz de su vida fue cuando descubrió que ese fluido que se le escapaba de las manos cuando se lavaba la cara en el río se llamaba agua.